Cristo murió por nuestros pecados (1 Cor 15, 3)
Confesamos a Cristo crucificado
En la celebración del Viernes Santo escuchamos el evangelio de la Pasión del Señor según san Juan (18, 1-19, 42): la obediencia de Jesús al Padre en virtud del Espíritu de amor, alcanza su vértice en la muerte en la cruz (cf. Hb 5, 8). El Espíritu Santo, que suscitó la vida de Jesús en el seno de la Virgen, tuvo que colmar más que nunca al Redentor en el momento de la muerte, a fin de que éste pudiera vivir el acto supremo de la existencia como ofrenda agradable a Dios en favor nuestro (cf. Hb 9, 13-14). Así pues, el Espíritu fue el alma del sacrificio de Cristo, el principio de su amor hacia Dios y los hombres. Del costado traspasado de Jesús Crucificado “salió sangre y agua” (Jn 19, 34): la sangre atestigua la realidad del sacrificio del Cordero ofrecido por la salvación del mundo, y el agua, símbolo del Espíritu, su fecundidad espiritual.
El sacrificio de Cristo en la cruz, que culmina su existencia sacerdotal iniciada en la encarnación, expía, repara y anula ante el Padre nuestros pecados. “El Hijo se hace hombre, y en su cuerpo le devuelve a Dios toda la humanidad.
Sólo el Verbo que se ha hecho carne, cuyo amor se cumple en la cruz, es la obediencia perfecta. En Él, no
sólo se ha culminado definitivamente la crítica a los sacrificios del templo, sino que se ha cumplido también el
anhelo que comportaba; su obediencia “corpórea” es el nuevo sacrificio en el cual nos incluye a todos y en el que, al mismo tiempo, toda nuestra desobediencia es anulada mediante su amor. Dicho de nuevo con otras palabras: nuestra moralidad personal no basta para venerar a Dios de manera correcta… El Hijo que se ha hecho carne lleva en sí a todos nosotros y ofrece de este modo lo que no podríamos dar solamente por nosotros mismos. Por eso forma parte de la existencia cristiana tanto el sacramento del Bautismo, la acogida en la obediencia de Cristo, como la Eucaristía, en la que la obediencia del Señor en la cruz nos abraza a todos, nos purifica y nos atrae dentro de la adoración perfecta realizada por Jesucristo”.
En el rito de la adoración de la cruz, presentada en esta liturgia como madero desnudo, árbol donde pendió la salvación del mundo, confesamos la fe en el sacrificio salvador que reparó nuestras culpas.
Descendió a los infiernos
Desde el anochecer del viernes hasta la noche de Pascua, en la jornada del Sábado Santo, la Iglesia reza junto al sepulcro del Señor. Es el momento de recordar y confesar el artículo del Credo “Descendió a los infiernos”, tan maravillosamente descrito en la segunda lectura del oficio de este día.