LOS AMÓ HASTA EL EXTREMO
(Jn 13,1)
La Iglesia abre el Triduo pascual la tarde del Jueves Santo con la Misa “in Cena Domini”, recuerdo de la Cena en que Jesús confió a sus discípulos el memorial de su muerte y resurrección para que lo celebrasen hasta su vuelta (cf. 1 Cor 11, 23-26). Además del recuerdo de la institución de la Eucaristía según el testimonio de san Pablo, el cuarto evangelio nos presenta la escena conmovedora del lavatorio de los pies: Jesús nos amó hasta el extremo.
En este contexto se puede ilustrar el sentido del “mandamiento nuevo” (cf. Jn 13, 34: aclamación al evangelio) como modo de vivir la Eucaristía: el “amarse como Jesús ha amado” presenta el amor de Jesús no sólo como modelo al que hacer referencia, sino como fuente y principio operativo interior de nuestro amor. El Espíritu que actualiza en la Eucaristía la presencia del Cristo que se entrega a nosotros, nos hace también partícipes de su capacidad de amar.
El lavatorio de los pies es al mismo tiempo un don purificador de Jesús y un ejemplo a imitar, pero “La exigencia de hacer lo que Jesús hizo no es un apéndice moral al misterio y, menos aún, un contraste con él. Es una consecuencia de la dinámica intrínseca del don con el cual el Señor nos convierte en hombres nuevos y nos acoge en lo suyo. Esta dinámica esencial del don, por la cual Él mismo obra en nosotros ahora y nuestro obrar se hace una sola cosa con el suyo, aparece de modo particularmente claro en estas palabras de Jesús: “El que cree en mí, también el hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre” (Jn 14, 12). Con ellas se expresa precisamente lo que quiere decir en el lavatorio de los pies con las palabras “os he dado ejemplo”.
El obrar de Jesús se convierte en el nuestro, porque Él mismo es quien actúa en nosotros”.
“Éste es el misterio-sacramento de nuestra fe”. Es como una exclamación para confesar la fe en el admirable misterio que lleva a reconocer los elementos ofrecidos, separados, consagrados, en el sacramento del cuerpo y la sangre de Cristo, de toda su vida ofrecida al Padre en obediencia desde la Encarnación hasta el “exceso” de la cruz, sacramentalizado ya en la Cena por aquel que habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo.
Contemplando el misterio eucarístico, nos situamos ante la presencia “personal” de Cristo, que no es comparable, ni mucho menos identificable, con la presencia de un “objeto sagrado” en un lugar. Todo Cristo está presente, su misma persona, su Yo eterno y encarnado, su amor eterno y su amor humano, latiendo en su corazón, en su alma humana glorificada; su misma persona que, por amor, nos ofrece su vida, y espera nuestra correspondencia, en una relación interpersonal de conocimiento y amor que se resumen en una sola palabra: FE.