«Al
crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría» (Mt 24,12)
Queridos
hermanos y hermanas:
Una vez más nos
sale al encuentro la Pascua del Señor. Para prepararnos a recibirla, la
Providencia de Dios nos ofrece cada año la Cuaresma, «signo sacramental de
nuestra conversión»[1], que anuncia y realiza la posibilidad de volver al Señor
con todo el corazón y con toda la vida.
Como todos los
años, con este mensaje deseo ayudar a toda la Iglesia a vivir con gozo y con
verdad este tiempo de gracia; y lo hago inspirándome en una expresión de Jesús
en el Evangelio de Mateo: «Al crecer la maldad, se enfriará el amor en la
mayoría» (24,12).
Esta frase se
encuentra en el discurso que habla del fin de los tiempos y que está ambientado
en Jerusalén, en el Monte de los Olivos, precisamente allí donde tendrá
comienzo la pasión del Señor. Jesús, respondiendo a una pregunta de sus
discípulos, anuncia una gran tribulación y describe la situación en la que
podría encontrarse la comunidad de los fieles: frente a acontecimientos
dolorosos, algunos falsos profetas engañarán a mucha gente hasta amenazar con
apagar la caridad en los corazones, que es el centro de todo el Evangelio.
Los
falsos profetas
Escuchemos este
pasaje y preguntémonos: ¿qué formas asumen los falsos profetas?.
Son como
«encantadores de serpientes», o sea, se aprovechan de las emociones humanas
para esclavizar a las personas y llevarlas adonde ellos quieren. Cuántos hijos
de Dios se dejan fascinar por las lisonjas de un placer momentáneo, al que se
le confunde con la felicidad. Cuántos hombres y mujeres viven como encantados
por la ilusión del dinero, que los hace en realidad esclavos del lucro o de
intereses mezquinos. Cuántos viven pensando que se bastan a sí mismos y caen
presa de la soledad.
Otros falsos
profetas son esos «charlatanes» que ofrecen soluciones sencillas e inmediatas
para los sufrimientos, remedios que sin embargo resultan ser completamente
inútiles: cuántos son los jóvenes a los que se les ofrece el falso remedio de
la droga, de unas relaciones de «usar y tirar», de ganancias fáciles pero
deshonestas. Cuántos se dejan cautivar por una vida completamente virtual, en
que las relaciones parecen más sencillas y rápidas pero que después resultan
dramáticamente sin sentido. Estos estafadores no sólo ofrecen cosas sin valor
sino que quitan lo más valioso, como la dignidad, la libertad y la capacidad de
amar. Es el engaño de la vanidad, que nos lleva a pavonearnos… haciéndonos caer
en el ridículo; y el ridículo no tiene vuelta atrás. No es una sorpresa: desde
siempre el demonio, que es «mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44),
presenta el mal como bien y lo falso como verdadero, para confundir el corazón
del hombre. Cada uno de nosotros, por tanto, está llamado a discernir y a
examinar en su corazón si se siente amenazado por las mentiras de estos falsos
profetas. Tenemos que aprender a no quedarnos en un nivel inmediato,
superficial, sino a reconocer qué cosas son las que dejan en nuestro interior
una huella buena y más duradera, porque vienen de Dios y ciertamente sirven
para nuestro bien.
Un
corazón frío
Dante Alighieri,
en su descripción del infierno, se imagina al diablo sentado en un trono de
hielo[2]; su morada es el hielo del amor extinguido. Preguntémonos entonces:
¿cómo se enfría en nosotros la caridad? ¿Cuáles son las señales que nos indican
que el amor corre el riesgo de apagarse en nosotros?
Lo que apaga la
caridad es ante todo la avidez por el dinero, «raíz de todos los males» (1 Tm
6,10); a esta le sigue el rechazo de Dios y, por tanto, el no querer buscar
consuelo en él, prefiriendo quedarnos con nuestra desolación antes que
sentirnos confortados por su Palabra y sus Sacramentos[3]. Todo esto se
transforma en violencia que se dirige contra aquellos que consideramos una
amenaza para nuestras «certezas»: el niño por nacer, el anciano enfermo, el
huésped de paso, el extranjero, así como el prójimo que no corresponde a
nuestras expectativas.
También la
creación es un testigo silencioso de este enfriamiento de la caridad: la tierra
está envenenada a causa de los desechos arrojados por negligencia e interés;
los mares, también contaminados, tienen que recubrir por desgracia los restos
de tantos náufragos de las migraciones forzadas; los cielos —que en el designio
de Dios cantan su gloria— se ven surcados por máquinas que hacen llover
instrumentos de muerte.
El amor se
enfría también en nuestras comunidades: en la Exhortación apostólica Evangelii
gaudium traté de describir las señales más evidentes de esta falta de amor.
estas son: la acedia egoísta, el pesimismo estéril, la tentación de aislarse y
de entablar continuas guerras fratricidas, la mentalidad mundana que induce a
ocuparse sólo de lo aparente, disminuyendo de este modo el entusiasmo
misionero[4].
¿Qué
podemos hacer?
Si vemos dentro
de nosotros y a nuestro alrededor los signos que antes he descrito, la Iglesia,
nuestra madre y maestra, además de la medicina a veces amarga de la verdad, nos
ofrece en este tiempo de Cuaresma el dulce remedio de la oración, la limosna y
el ayuno.
El hecho de
dedicar más tiempo a la oración hace que nuestro corazón descubra las mentiras
secretas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos[5], para buscar
finalmente el consuelo en Dios. Él es nuestro Padre y desea para nosotros la
vida.
El ejercicio de
la limosna nos libera de la avidez y nos ayuda a descubrir que el otro es mi
hermano: nunca lo que tengo es sólo mío. Cuánto desearía que la limosna se
convirtiera para todos en un auténtico estilo de vida. Al igual que, como
cristianos, me gustaría que siguiésemos el ejemplo de los Apóstoles y viésemos
en la posibilidad de compartir nuestros bienes con los demás un testimonio
concreto de la comunión que vivimos en la Iglesia. A este propósito hago mía la
exhortación de san Pablo, cuando invitaba a los corintios a participar en la
colecta para la comunidad de Jerusalén: «Os conviene» (2 Co 8,10). Esto vale
especialmente en Cuaresma, un tiempo en el que muchos organismos realizan
colectas en favor de iglesias y poblaciones que pasan por dificultades. Y
cuánto querría que también en nuestras relaciones cotidianas, ante cada hermano
que nos pide ayuda, pensáramos que se trata de una llamada de la divina
Providencia: cada limosna es una ocasión para participar en la Providencia de
Dios hacia sus hijos; y si él hoy se sirve de mí para ayudar a un hermano, ¿no
va a proveer también mañana a mis necesidades, él, que no se deja ganar por
nadie en generosidad?[6]
El ayuno, por
último, debilita nuestra violencia, nos desarma, y constituye una importante
ocasión para crecer. Por una parte, nos permite experimentar lo que sienten
aquellos que carecen de lo indispensable y conocen el aguijón del hambre; por
otra, expresa la condición de nuestro espíritu, hambriento de bondad y sediento
de la vida de Dios. El ayuno nos despierta, nos hace estar más atentos a Dios y
al prójimo, inflama nuestra voluntad de obedecer a Dios, que es el único que
sacia nuestra hambre.
Querría que mi
voz traspasara las fronteras de la Iglesia Católica, para que llegara a todos
ustedes, hombres y mujeres de buena voluntad, dispuestos a escuchar a Dios. Si
se sienten afligidos como nosotros, porque en el mundo se extiende la
iniquidad, si les preocupa la frialdad que paraliza el corazón y las obras, si
ven que se debilita el sentido de una misma humanidad, únanse a nosotros para
invocar juntos a Dios, para ayunar juntos y entregar juntos lo que podamos como
ayuda para nuestros hermanos.
El
fuego de la Pascua
Invito
especialmente a los miembros de la Iglesia a emprender con celo el camino de la
Cuaresma, sostenidos por la limosna, el ayuno y la oración. Si en muchos
corazones a veces da la impresión de que la caridad se ha apagado, en el
corazón de Dios no se apaga. Él siempre nos da una nueva oportunidad para que
podamos empezar a amar de nuevo.
Una ocasión
propicia será la iniciativa «24 horas para el Señor», que este año nos invita
nuevamente a celebrar el Sacramento de la Reconciliación en un contexto de
adoración eucarística. En el 2018 tendrá lugar el viernes 9 y el sábado 10 de marzo,
inspirándose en las palabras del Salmo 130,4: «De ti procede el perdón». En
cada diócesis, al menos una iglesia permanecerá abierta durante 24 horas
seguidas, para permitir la oración de adoración y la confesión sacramental.
En la noche de
Pascua reviviremos el sugestivo rito de encender el cirio pascual: la luz que
proviene del «fuego nuevo» poco a poco disipará la oscuridad e iluminará la
asamblea litúrgica. «Que la luz de Cristo, resucitado y glorioso, disipe las
tinieblas de nuestro corazón y de nuestro espíritu»[7], para que todos podamos
vivir la misma experiencia de los discípulos de Emaús: después de escuchar la
Palabra del Señor y de alimentarnos con el Pan eucarístico nuestro corazón
volverá a arder de fe, esperanza y caridad.
Los bendigo de
todo corazón y rezo por ustedes. No se olviden de rezar por mí.
Vaticano,
1 de noviembre de 2017, Solemnidad de Todos los Santos
Francisco
[1] Misal
Romano, I Dom. de Cuaresma, Oración Colecta.
[2] «Salía el
soberano del reino del dolor fuera de la helada superficie, desde la mitad del
pecho» (Infierno XXXIV, 28-29).
[3] «Es curioso,
pero muchas veces tenemos miedo a la consolación, de ser consolados. Es más,
nos sentimos más seguros en la tristeza y en la desolación. ¿Sabéis por qué?
Porque en la tristeza nos sentimos casi protagonistas. En cambio en la
consolación es el Espíritu Santo el protagonista» (Ángelus, 7 diciembre 2014).
[4] Núms.
76-109.
[5] Cf.
Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 33.
[6] Cf. Pío XII,
Enc. Fidei donum, III.
[7] Misal
Romano, Vigilia Pascual, Lucernario.