SANTA MISA Y APERTURA DE LA PUERTA SANTA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Martes 8 de diciembre de 2015
Inmaculada Concepción de la Virgen María
En breve tendré la alegría de abrir la Puerta Santa de la
Misericordia. Como hice en Bangui, cumplimos este gesto, a la vez sencillo y
fuertemente simbólico, a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado, y
que pone en primer plano el primado de la gracia. En efecto, en estas lecturas
se repite con frecuencia una expresión que evoca la que el ángel Gabriel
dirigió a una joven muchacha, asombrada y turbada, indicando el misterio que la
envolvería: «Alégrate, llena de gracia» (Lc 1,28).
La Virgen María está llamada en primer lugar a regocijarse
por todo lo que el Señor hizo en ella. La gracia de Dios la envolvió,
haciéndola digna de convertirse en la madre de Cristo. Cuando Gabriel entra en
su casa, también el misterio más profundo, que va más más allá de la capacidad
de la razón, se convierte para ella en un motivo de alegría, motivo de fe,
motivo de abandono a la palabra que se revela. La plenitud de la gracia
transforma el corazón, y lo hace capaz de realizar ese acto tan grande que
cambiará la historia de la humanidad.
La fiesta de la Inmaculada Concepción expresa la grandeza
del amor Dios. Él no sólo perdona el pecado, sino que en María llega a prevenir
la culpa original que todo hombre lleva en sí cuando viene a este mundo. Es el
amor de Dios el que previene, anticipa y salva. El comienzo de la historia del
pecado en el Jardín del Edén desemboca en el proyecto de un amor que salva. Las
palabras del Génesis nos remiten a la experiencia cotidiana de nuestra
existencia personal. Siempre existe la tentación de la desobediencia, que se
manifiesta en el deseo de organizar nuestra vida al margen de la voluntad de
Dios. Esta es la enemistad que insidia continuamente la vida de los hombres
para oponerlos al diseño de Dios. Y, sin embargo, también la historia del
pecado se comprende sólo a la luz del amor que perdona. El pecado sólo se
entiende con esta luz. Si todo quedase relegado al pecado, seríamos los más
desesperados de entre las criaturas, mientras que la promesa de la victoria del
amor de Cristo encierra todo en la misericordia del Padre. La palabra de Dios
que hemos escuchado no deja lugar a dudas a este propósito. La Virgen
Inmaculada es para nosotros testigo privilegiado de esta promesa y de su
cumplimiento.
Este Año Extraordinario es también un don de gracia. Entrar
por la puerta significa descubrir la profundidad de la misericordia del Padre
que acoge a todos y sale personalmente al encuentro de cada uno. Es Él el que
nos busca. Es Él el que sale a nuestro encuentro. Será un año para crecer en la
convicción de la misericordia. Cuánto se ofende a Dios y a su gracia cuando se
afirma sobre todo que los pecados son castigados por su juicio, en vez de
destacar que son perdonados por su misericordia (cf. san Agustín, De
praedestinatione sanctorum 12, 24) Sí, así es precisamente. Debemos anteponer
la misericordia al juicio y, en cualquier caso, el juicio de Dios tendrá lugar
siempre a la luz de su misericordia. Que el atravesar la Puerta Santa, por lo
tanto, haga que nos sintamos partícipes de este misterio de amor. Abandonemos
toda forma de miedo y temor, porque no es propio de quien es amado; vivamos,
más bien, la alegría del encuentro con la gracia que lo transforma todo.
Hoy, aquí en Roma y en todas las diócesis del mundo,
cruzando la Puerta Santa, queremos recordar también otra puerta que los Padres
del Concilio Vaticano II, hace cincuenta años, abrieron hacia el mundo. Esta
fecha no puede ser recordada sólo por la riqueza de los documentos producidos,
que hasta el día de hoy permiten verificar el gran progreso realizado en la fe.
En primer lugar, sin embargo, el Concilio fue un encuentro. Un verdadero
encuentro entre la Iglesia y los hombres de nuestro tiempo. Un encuentro
marcado por el poder del Espíritu que empujaba a la Iglesia a salir de las
aguas poco profundas que durante muchos años la habían recluido en sí misma,
para reemprender con entusiasmo el camino misionero. Era un volver a tomar el
camino para ir al encuentro de cada hombre allí donde vive: en su ciudad, en su
casa, en el trabajo...; dondequiera que haya una persona, allí está llamada la
Iglesia a ir para llevar la alegría del Evangelio y llevar la misericordia y el
perdón de Dios. Un impulso misionero, por lo tanto, que después de estas
décadas seguimos retomando con la misma fuerza y el mismo entusiasmo. El
jubileo nos estimula a esta apertura y nos obliga a no descuidar el espíritu
surgido en el Vaticano II, el del Samaritano, como recordó el beato Pablo VI en
la conclusión del Concilio. Que al cruzar hoy la Puerta Santa nos comprometamos
a hacer nuestra la misericordia del Buen Samaritano.